El Estado español ha ido introduciendo en su discurso justificativo algunos de los valores inherentes a una nación democrática que reconoce el derecho al trabajo en las cárceles, pero no garantiza la igualdad de todas las personas en el acceso y en la remuneración de una labor profesional.
ELSALTODIARIO.COM – ( BEATRIZ PALMES.ASESORA JURIDICA Y FUTUTA ABOGADA) – Al cierre del año, el Gobierno anunció que iba a incrementar el Salario Mínimo Interprofesional progresivamente hasta dejarlo en la insinuante cantidad de 850 euros para el cierre de 2020. En este presente 2018 se preveé una subida del 4%, lo que nos sitúa en los 735,90 euros al mes, una cifra que sigue siendo un espejismo para miles de personas trabajadoras en el Estado español. ¿El por qué? Sencillo: tras la falacia de la mejora de la economía gracias al repunte de las contrataciones se esconde una política general permisiva con el abuso empresarial en los contratos precarios. Y es que aunque el SMI se reconoce como una norma de mínimos, no se han establecido las medidas de protección necesarias para que hablemos de aplicación efectiva. En las cárceles, como en otras instituciones estatales, el Estado español ha ido introduciendo en su discurso justificativo algunos de los valores inherentes a una nación democrática que reconoce el derecho al trabajo. Estos cambios, no obstante, no garantizan la igualdad de todas las personas en el acceso y en la remuneración de una labor profesional. EVOLUCIÓN DE LA PRIVACIÓN DE LIBERTAD No es casual que los centros de privación de libertad que conocemos comúnmente como cárceles se llamen ‘Centros Penitenciarios’. Si una penitencia es cumplir una pena, la palabra castigo es sinónimo, sobre todo teniendo en cuenta que el referente anterior e inmediato a la pena de prisión institucionalizada son las torturas físicas y sicológicas. En este sentido, la fe religiosa ha tenido una incidencia fundamental en cómo se enjuicia el comportamiento humano. El período histórico que mejor lo evidencia es la Edad Media; entonces, el encierro de carácter provisional [1] sólo servía como paso intermedio entre la captura y el juicio con ejecución de sentencia. Para muestra, un botón: en la caza de brujas de la Inquisición española, persecución por la que conocemos relatos de todo tipo de crueldades cometidas en actos públicos para facilitar el control social, se aprecia la indisoluble relación entre moral cristiana y sociedad. La reclusión en tanto que pena en sí misma no tiene más de trescientos años y hay que decir que es el resultado de consideraciones modernas: la pena de privación de libertad se institucionaliza con el cambio del Absolutismo al Liberalismo durante la Ilustración, instaurándose con una finalidad correctiva o transformadora. Sumado a ello, en los tempranos comienzos del capitalismo, surge la idea de obtener un provecho económico de la reclusión de las personas presas y con este giro de tuerca se abandona la tortura como moneda de cambio por el delito cometido, orientando progresivamente el discurso político-jurídico hacia el presente y la reinserción, una política que presupone caracterizar regímenes de gobierno humanitarios y que para el caso del Estado español se expone en el artículo 25 de la Constitución [2]. GÉNERO Y CÁRCEL La política actual del trabajo en los centros penitenciarios no dista tanto de la explotación esclavista del Régimen de Franco. Durante la Dictadura, la explotación laboral sustentó el entramado de medios económicos y ejecutivos para asegurar la supervivencia del Régimen. Así, los hombres ‘válidos’ serían destinados a campos de trabajo y tareas forzosas en construcción, minería y labores agrícolas. En el caso de las mujeres, el precedente inmediato de la cárcel femenina en el Estado español son las ‘Casas Galera’ [3], creadas para suplir la necesidad de reprimir a ‘mujeres vagantes, y ladronas, alcahuetas, hechiceras, y otras semejantes’ [4]. Si bien en algunas de estas cárceles la puesta en marcha de talleres profesionales sería tardía, en otros las presas comenzarían a prestar su mano de obra tempranamente con el correspondiente aprovechamiento económico de la Institución; Muchas de estas mujeres trabajaron en talleres de costura y otras labores asignadas cultural y tradicionalmente a la figura de la mujer: apostamos por creer que en la posición de poder de la Institución y con la desvalorización de la figura de la persona interna, es plausible que al menos una parte de esas labores profesionales no fueran remuneradas y se prestaran en auténticas condiciones de esclavitud. Volviendo al presente, a fecha de julio de 2017, hay 55.814 hombres en prisión y 4.546 mujeres -el 7,53% de la población reclusa-. Aunque estas cifras no son un reflejo de la criminalidad sino de la política criminal del Estado, esta lectura diferencial de la persona delincuente en términos de género binario nos hace reflexionar sobre la educación de género y la cultura patriarcal que presume antagonistas al hombre y a la mujer. Sumado a ello, y debido a lo anterior, el Estado no asume que el sexo femenino constituya un riesgo o una amenaza que se deba contemplar en las más diversas formas en las que se extiende la potestad sancionadora: hay menos mujeres en los cuerpos de seguridad así como que es poco frecuente observar presencia policial en manifestaciones, acciones y concentraciones no mixtas; en cuanto a la distribución de los propios espacios, en España sólo hay tres cárceles para mujeres. El resto son módulos femeninos que se crean dentro de cárceles masculinas. Pasa así también en otros espacios de privación de libertad como centros de menores de edad y los CIE -Centros de Internamiento de Extranjeros-. TRABAJO Y CÁRCEL EN LA ACTUALIDAD (…) Texto completo en pdf adjunto.
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