«Aquí eres médico, madre, psicólogo…»

Arantza Bengoa lleva veinte años como médico en la cárcel de Martutene. «Nos peleamos por nuestros pacientes y si les tratan mal, nos duele»

EL DIARIO VASCO.COM – (ARANTXA ALDAZ, DONOSTIA/SAN SEBASTIÁN).- Cuando un condenado cruza la puerta de la consulta de Arantza Bengoa, deja de ser preso y se convierte en paciente. «Nunca preguntamos por el delito, preferimos no saber, aunque al final nos enteramos, o son ellos mismos los que nos lo cuentan. Hacemos medicina e intentamos pasar consulta como si estuviéramos en un ambulatorio en la calle. Otra cosa es que en tu fuero interno a veces te preguntes qué haces cuidando a un hombre que ha agredido a una niña. Hace falta higiene mental», cuenta esta médico de Atención Primaria con veinte años de trayectoria en la sanidad penitenciaria. De hecho, la consulta dentro de la cárcel funciona como un centro de salud integrado en la red de Osakidetza, pero en la ventana hay rejas y detrás de la puerta espera un funcionario de prisiones. «Adentro no pasan». Aunque no se pueda ver porque las fotos no están permitidas por Instituciones Penitenciarias, resulta evidente que la atención sanitaria en las cárceles se desempeña en un contexto muy particular, plagado de limitaciones. Empezando por las desventajas de una prisión vieja y pequeña como la de Martutene -pendiente de traslado a Zubieta aún sin fecha-, donde no hay sitio más que para una consulta en la que cada médico de familia va turnándose dos horas al día. El despacho hace de ambulatorio el resto de la jornada laboral. «Tiempo para dedicarles tenemos, nos falta espacio», plasma Bengoa. También funciona un centro de salud mental, con una psicóloga y una psiquiatra, y en el módulo de mujeres una ginecóloga del Hospital Universitario Donostia se encarga de las revisiones a las presas (en total hay 25 internas). Desde el punto de vista sanitario, la cárcel es un lugar donde las enfermedades mentales y las toxicomanías están sobrerrepresentadas comparadas con la incidencia en el resto de la población. «Los pacientes en las cárceles son los que también están en la calle, solo que privados de libertad, no los crean expresamente en un molde», le gusta decir a la médico de Martutene para explicar que si hay más enfermedades es porque están más presentes entre quienes cometen los delitos. Perfil policonsumidor «No importa qué me meta en el cuerpo si eso me hace pasar unos días sin enterarme de nada». La frase, extraída de un informe sobre los problemas de salud mental en las cárceles, se escucha «prácticamente a diario en cualquier prisión de boca de una gran mayoría de reclusos» y refleja uno de los principales desafíos de la atención sanitaria entre rejas. Si el consumo de drogas supone un problema de puertas para afuera, en la vida intramuros la droga y el tráfico de sustancias forman parte de lo cotidiano. Algunos estudios muestran una prevalencia del consumo superior al 50%, una incidencia mucho mayor que entre la población en general, lo mismo que ocurre con las patologías mentales, el otro gran problema sanitario dentro de una prisión. Se calcula que los trastornos de ansiedad, de adaptación y de personalidad afectan a un 70% de los presos, lo que equivale a unos 150 de los 210 reclusos que hay en la cárcel donostiarra. De ellos, entre un 8-10% se corresponden con casos muy graves. La patología dual (sufrir un trastorno y ser consumidor de drogas) ha desplazado a la heroína y al VIH en las consultas médicas de las cárceles. Aunque el uso de drogas inyectables ha bajado, no ha desaparecido. El tratamiento con metadona para tratar la dependencia a la heroína se administraba hace veinte años a unos 80 reclusos y ahora solo hay seis, pone de ejemplo Bengoa para ilustrar la evolución. El VIH sigue presente, pero de afectar a más de cuarenta presos ahora se reduce a cuatro internos. Se siguen impulsando programas de prevención y se mantiene el reparto de jeringuillas desechables para reducir las prácticas de riesgo. La prevalencia de la hepatitis C, una enfermedad asociada a las drogas inyectables, es alta. Uno de cada cuatro reclusos sufre esta dolencia grave para la que ya se administran los fármacos de última generación, también dentro de prisión, informa Bengoa. La imagen del ‘yonqui’ delincuente de los años ochenta se ha transformado en un paciente «policonsumidor, desde cocaína, éxtasis y mucho hachís», explica Bengoa. La dependencia también puede ser a fármacos legales. El consumo de pastillas tranquilizantes dentro de una cárcel es generalizado, como tratamiento sustitutivo de otras adicciones y en reclusos con trastornos de ansiedad aguda, insomnio y síndromes de abstinencia. Muchos de las personas que acaban presas ya consumían droga antes de su entrada en la cárcel, pero el inicio del consumo también puede darse de puertas para adentro. «El tráfico de drogas dentro de las prisiones está a la orden del día. Consumo y tráfico van unidos», se recoge en una guía de atención al uso de drogas en prisión y que firma Bengoa entre otros profesionales. «La droga acaba entrando de una u otra forma», bien en las salidas en días permiso bien en los vis a vis. El abanico de patologías se ha ampliado a la par que entraban a la cárcel perfiles de delincuentes menos marginales. Las cárceles están hoy llenas de conductores condenados por infracciones graves y reincidentes y de hombres maltratadores que han agredido a sus parejas o exparejas o han quebrantado órdenes de alejamiento. En consulta, el grupo más numeroso de pacientes tiene entre 35 y 50 años, pero la edad de los reclusos va desde los 18 años a los 79 en la actualidad. Un 32% son extranjeros. En la radiografía de la sanidad en la cárcel está muy presente la muerte. Sobredosis de drogas o un consumo excesivo de pastillas, pero también suicidios. «Siempre está la duda de si fue una sobredosis fortuita o encubierta», dice Bengoa que reconoce que aunque no son habituales, sí hay presos que deciden quitarse la vida en prisión, «sobre todo gente joven». «Es muy duro», dice sin entrar en detalles. El castigo del aislamiento por el delito cometido añade sufrimientos no escritos, como el de la drogadicción o posibles agresiones de otros presos entre un largo etcétera de condiciones que solo quien haya conocido el entorno penitenciario puede hacerse a la idea. La cercanía de la libertad no siempre ilumina ese oscuro proceso. «Las trabajadoras sociales trabajan muchísimo y tratan de encontrar recursos sociosanitarios o sociolaborales para la reinserción, pero hay para todos. Gente que se ha comido a pulso la condena, como ellos dicen, no tienen nada. Un mes antes están muy agobiados. Tienen que salir a la calle y enfrentarse otra vez a la vida». Y para eso no hay medicina.

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