VOZPOPULI.COM – (IGNACIO SÁNCHEZ).- Don Quijote, tras superar los requiebros de Altisidora comentó a su fiel escudero: ‘La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra y el mar encubre; por libertad así como por la honra, se puede aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres’. La reflexión de Cervantes no fue casual. Hablaba con conocimiento de causa ya que en varias ocasiones había sido privado de libertad. Parece incluso que escribió una buena parte de El Quijote en la cárcel de Sevilla mientras cumplía condena por deudas generadas como consecuencia de la quiebra del banquero Simón Freire. De este modo, Cervantes pudo comprobar en su propia piel cómo ese don preciado que dieron los cielos a los hombres cedía sin mucho esfuerzo al ius puniendi del Estado. Tal afectación a la libertad individual no sólo se produce cuando un juez condena al acusado a una pena privativa de libertad. Hoy en día dos de cada diez reclusos no han sido ni enjuiciados ni condenados. Son los presos preventivos que vuelven a estar en boca de todos tras la decisión adoptada por la Audiencia Nacional en relación a Oleguer Pujol. Resulta curioso que las primeras formas de reclusión institucional surgieron en el marco de la prisión preventiva a la espera de juicio y no como régimen de cumplimiento de condenas. Éstas tenían otra naturaleza y finalidad (pena de muerte, penalidades físicas, pecuniarias, destierro) que exigían menos recursos y se consideraban más eficaces para la obtención de los fines que pretendían. La formulación moderna de la prisión preventiva, a pesar de que se ha revestido de garantías, no ha variado mucho su enfoque original. Al margen de evitar la destrucción de pruebas, su primordial objetivo es impedir que el inculpado burle la acción de la justicia, asegurándose su comparecencia a todos los actos del proceso y el cumplimiento, en su caso, de la pena que pudiera serle impuesta. Desde este punto de vista, el éxito de la medida es indudable, pues el internamiento necesariamente asegurará la comparecencia del imputado en el proceso. La prisión preventiva se ha pretendido legitimar asimismo por la atribución de otros supuestos efectos ‘colaterales’ como la reducción de la delincuencia o de la eventual alarma social, la desaparición de las calles de sujetos peligrosos, el efecto disuasorio a potenciales delincuentes. En definitiva, se pretende legitimar en la búsqueda de la ‘seguridad ciudadana’, concepto incierto que es utilizado recurrentemente por políticos y medios de comunicación como sinónimo de seguridad física en las calles, desconociéndose que incluye también lo referido a los derechos fundamentales y libertades públicas y privadas. Sin embargo, al margen de valoraciones relativas al elevadísimo coste económico que supone la manutención de los internos sin condena, hoy ya se ha comprobado que la prisión preventiva, en realidad, provoca consecuencias sociales y personales muy nocivas. En términos generales, el carácter represivo y uniformante que rige en las cárceles anula la individualidad, la libertad y la espontaneidad propias de cualquier proceso educativo realmente edificante. Por otra parte, científicamente se ha demostrado el efecto psicológico negativo del encierro y su prolongación, desestructuradores de la personalidad, problema agudizado por el régimen de privaciones de todo tipo a que se someten los encarcelados. Parece evidente que la represión no tiene utilidad práctica alguna: pierde el infractor porque no obtiene ningún beneficio ni encuentra razones para modificar su conducta o actitud, pierde la víctima porque no se recupera de su lesión y, finalmente, también pierde la sociedad, porque el conflicto que se le genera llega muchas veces a ser más violento que la infracción. Tales efectos negativos se acrecientan cuando la prisión es preventiva. No sé si, como señala Francesco Carnelutti, se puede considerar tal situación como una tortura, pero lo que resulta indudable es que se acerca cada vez más a una pena anticipada, o a un mero gesto punitivo ejemplar e inmediato desnaturalizado de su ya de por sí controvertida esencia. Por otro lado, la prisión preventiva se aplica cada vez con mayor habitualidad. De hecho, hoy a pocos sorprende el ingreso en prisión preventiva de personajes de la vida pública convertidos en puntos de mira de investigaciones policiales que se publicitan con naturalidad. Mucho menos sorprende la prisión preventiva de anónimos respecto de los que escuchamos que han podido cometer un delito. Al contrario, tranquiliza. Podríamos decir que es lo rutinario o convencional a pesar de que si hay algo en lo que en abstracto, coincidimos todos los juristas, es que se trata de una medida excepcional. Existe otro factor importante a tener en cuenta. Los presos en régimen de cumplimiento de pena elaboran una serie de proyectos de regreso y planes de reinserción (intentando dejar al lado la valoración real de este concepto en la cárcel) que evidentemente no nacen en los presos preventivos, que incluso tienen dificultades mayores para verse sometidos a tratamientos terapéuticos o de trabajo en reclusión. Desde luego, a pesar de las razones anteriores, la prisión preventiva podría incluso legitimarse, en caso de necesidad, si fuera el único medio para impedir una fuga o la localización del imputado. Pero hoy más que nunca esto carece de sentido. La tecnología ha dejado sin base esa antigua justificación. Una pequeña pulsera electrónica, inamovible, basta para que el procesado esté localizable y localizado en todo momento. Eso, y en ciertos casos, una eficaz vigilancia policial impedirían la sustracción de la acción de la justicia del imputado evitando la prisión preventiva. Mientras tanto nos pondremos en manos de los jueces que deben aplicar esa excepcional medida, esperando que actúen con criterios similares a los que Sancho Panza adoptó siendo gobernador de la ínsula de Barataria. Este, como relata Cervantes, ante un asunto complicado sentenció ‘que cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia’, principio que constituye una de las máximas del derecho penal (in dubio pro reo) que en el caso que nos ocupa bien puede enunciarse como in dubio pro libertate. Eso sí, para todos, aun cuando no se apelliden Pujol.
